"Yo en la carretera" Fotografia: Mauricio Pantoja - Edición: Juan Salazar
Blues, salsa, rock, rara vez un jazz, metal, las baladas románticas y uno que otro beat electrónico moviéndose rápido con las llantas, son las ondas nocturnas de una ciudad que muere en las noches y se transforma. Ya no suenan las voces de esos viejos bohemios reunidos discutiendo las mil veces que estuvieron con pepito y zutano en algún lugar, tomando cerveza y tocando guitarra, mientras las putas de la esquina les hacían ojitos. Ya no están ellos, ni los niños que jugaban en las calles a la golosa y dejaban la tiza impresa como huella de inocencia; esas líneas dibujadas que obligaban a poner el pie mientras caminabas dentro del cuadro, porque por alguna razón absurda, nos enseñaron a no pasarnos de las raya.
Ahí mismo, tal vez mas lejos, las manchas negras de esas fiestas, que con luces destellantes promovieron una infancia de ilusiones falsas, que al subir hasta su cúspide nos hacia mover el cuello, abrir la boca y sonreír estúpidamente, mientras el sonido de las chispas de un volcán se extinguían en la turbia noche. Ella tiene muchos recuerdos, miles de pasos de un bailarín que se olvida de su arte al andar por el mundo; los del sordomudo, donde ella es su guía a los sucesos; los pasos de aquel que no se fijo y piso la mierda del perro del vecino irresponsable, en fin, ella guarda las memorias del andar de su propia estática vida.
Todavía, si te atreves a bajar tu espina y doblegar tus piernas, zumba y huele a pasado, al vino tinto derramado entre el jolgorio de unos inquietos jóvenes, el vomito de la amiga optimista que cree siempre puede con más, las cenizas del cigarro y un porro del amigo “relajado”, todavía suenan los ecos de su caída, de su dispersión como gotas a presión. Todavía guarda los compases de Miles Davis en el café del centro, la voz de Bunburry del bar bien de la tercera, y el sonsonete aburridor del sonido barato de los antros de la quince.
Las ruedas del coche del bebe hambriento aun vibran entre basura, tierra y mucha piel muerta. Suena el respiro del caminante presuroso a su tediosa labor, suena la tos del enfermo, la voz del estudiante, el reclamo del cliente, el rechinar de los dientes. Golpean los volantes al caer, las propagandas de los brujos baratos y del curso manual; el de celulares y el de la promoción del mes. Suenan uñas caer, al igual que sueños de cientos, replican ondas de angustia y de alegría, suenan las historias en las guitarras malheridas de los viejos mendigos al pie de la catedral. Se oyen las palomas y el excremento caer con afán al traje del funcionario o del tombo desprevenido.
Más allá, con atención a un fondo lejano, suenan los coros de marchas, de protesta, se acercan como fantasmas pasos gigantes de un pueblo unido solo ante problemas. Se dispersan rápidamente las ondas de tenis y botas pisando con fuerza de batalla, se disgrega como viento invisible pero aún quedan, hay levemente, los escupitajos, la gota de sudor, el cabello de él y ella, la moneda cayendo como platillo de orquesta, y el agua disuelta de vacías botellas que hidrataron las intenciones de hombres con ansias de algo mejor.
Es un banco de memoria, para acceder, solo siéntate, en soledad, cierra los ojos y escucha los susurros de los muertos, de los vivos que parecen enterrados; del chisme de aquel que aun resopla, de las gotas cayendo con fuerza esperando romper tal vez una cabeza; escucha sin que suene, ese viejo son de Cali, ese riff de un viejo rock, ese perdido sonido de un pacifico olvidado y de un andes disipado entre montañas y malditas carreteras.
Suena mi voz callada solo en el pensamiento, porque aunque todos estén ausentes, tu, el viejo, la paloma, el carro de dulces, la patrulla y sus sirenas de colores, los vientos fuertes y húmedos de esta ciudad, seguirán sonando los recuerdos que como cincel han escrito en estas calles los sonidos de la acera.
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Juan Salazar
Miércoles, 12 de Octubre de 2011
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